jueves, 18 de octubre de 2007

Ten Paz

Tomarme un café escuchando a Damien Rice. The Blowers`s Daughter, canción principal de la banda sonora de Closer. Un poco prostituida, pero ni tanto, tampoco fue hit en las radios, de hecho su versión en portugués es más conocida y esa fue la que ocupó un lugar en los top ten de la FM2, Romántica, e incluso escuché muchas veces en la Horizonte. De todas formas, las letras son muy distintas. Me quedo con Rice. Es un placer mientras pienso en que son las 10 y media de la noche, es jueves y me agrada mentalizarme en el fin de semana que viene. Me amarro el pelo cada 3 ó 4 minutos, ya no llego al 5 tradicional. Estoy ansiosa, cada vez más. Siento las yemas de los dedos humedecerse con el roce del aire incluso. Además el pulso me urge, no es normal tanto movimiento inconciente de manos. La calma ya parece un desafío absurdo, nos topamos a veces, y se pone ingrata luego. No es una relación muy normal, ni formal, menos estable. Me enamoré de ella. No recuerdo cómo ni cuando me hice tan adicta, pero sí creo que es una condición muy humana ilusionarse y desilusionarse de la calma, después que pruebas el gusto que tiene. Esa sensación de estar vestida mientras el resto se desnuda y pasas por el lado, incluso recomendándoles cómo vestirse, porque tiene la gracia de que al compartirla se hace más exquisita. Mientras haya paz interior, el lente óptico cambia. Las peleas son discusiones, las críticas formas de aprender, las penas enseñanzas, y gobierna ese estado en el que te sientes a prueba de todo, muy fuerte y estable. No dura para siempre. Ahí me desiluciona haber generado tanto discurso basado en un " todo-bien". Al final te confunde, ¿y lo real qué fue?. Es el momento en que se siente tener el control, ¿o la pérdida de él, porque la vida es incontrolable?. Las emociones, los hecho. Como cuando más pienso en hacer algo, y lo retraso por nada. Pasó la hora, se vino el día encima. Cuando decido cambiar de eje algunas cosas que deben cambiar, pero pierdo el sentido de horientación y quedaron intactas, decidiendo ellas qué pasará realmente conmigo. Me tomo el segundo café, puede que necesite muchos jueves para responderme.

sábado, 6 de octubre de 2007

Jeringabsurdafobia (no fue fácil publicar la foto)

Tenía 4 años cuando entré a un hospital público de urgencia por una gastroenteritis. Recuerdo ese día incluso –antes de ser internada- haber llegado del colegio, rechazar la mamadera rellena con chocolate caliente que mi abuela acostumbraba a darme. Me instalé en el sillón del living comedor enroscada en posición fetal, sin poder ver Pipiripao en el televisor que estaba instalado frente a él, porque decidí dormir para olvidarme de ese gran dolor de estómago, por el que dejé las golosinas a corta edad, un tiempo considerable. Lo recuerdo porque el Capri blanco relleno de frambuesa - una mezcla dulce perfecta de la cual ya no podemos disfrutar – que mi abuelo todas las noches me regalaba cuando llegaba del trabajo, tuve que congelarlo en el refrigerador bajo la tentación de despedazarlo… tentación que terminó por invadir a mi hermano también, y que él decidió sacársela en dos días. No le guardo rencor por el momento en que abrí el freezer y mi chocolate que esperaba ansiosa devorar después de una dieta estricta -que a esa edad es una verdadera tortura medieval- no estaba. Me he enterado (por sus recuerdos de infancia) que lo culpé frente a mis papás y mis abuelos, hasta que conseguí que lo castigaran y que a mí no me compraran uno, sino varios Capri rellenos de frambuesa. Efectivamente los niños son malos; es una lástima que lleguemos a ser adultos y perdamos esa capacidad de conseguir tan fácilmente lo que queramos, sobretodo, en etapas de nuestras vidas en que de mucho nos serviría. Al menos nos vamos volviendo un poco más éticos, o por lo menos, considerados con las personas que queremos… espero!
Pero lo importante de esta reseña que ocurrió hace casi 20 años, es que marcó el inicio de una fobia que podría durar 30 o más: el pánico a las jeringas. Desde las llamadas irónicamente “mariposas”, que de bonitas y simpáticas no tienen nada, menos de inocentes ni merecedoras de usarse en los brazos de los niños – yo por lo menos nunca sentí una suave mariposa posarse en mis venas- hasta las que yo denomino “alemanas”, esas grandes y gruesas que sólo un nazi puede inyectarla con tanta frialdad. Aunque parezca un recuerdo que puede haberse construido a través de comentarios de mis padres, fotos, o mezclado con confesiones de mi hermano chico, como advierten esas teorías de sicólogos que dicen que es imposible tanto detalle después de mucho tiempo, juro que nunca olvidé cuando me pusieron el suero. ¡Mi primer suero!... claramente hubo varios antes, pero mi primer impactante suero.
Como siempre sufrí de dolor de estómago, mis papás no me hicieron mayor caso hasta altas horas de la noche cuando empecé a vomitar y no pude parar por mucho, mucho rato. Entonces lo primero que hicieron las enfermeras fue darme pastillas para el dolor. Me quedé raja. Y cuando desperté ahí estaba: mi brazo débil, moreteado, después de que una ignorante estudiante en práctica tratara de buscar mis venitas, que siempre han alegado los doctores, no son fáciles de encontrar. Era evidente que se había equivocado hasta que pinchó la grande y enterró… ¡sí enterró! el suero en mi manito. Aunque suene melodramático, me olvidé del dolor de guata y sólo podía concentrarme en que tenía una jeringa PERMANENTEMENTE inyectada. Lloré.
Se ve transparente; ese es el punto, ¡se ve! Uno puede ver a través de la piel un metal enterrado, donde no debería haber nada enterrado… menos a esa edad, no debería haber nada enterrado en ninguna parte...
Lo que vino después fue un caos. Sacarme sangre o vacunarme ameritaba todo un acto ceremonial, donde la enfermera debía esperar a que me calmara, respirara, llorara, pasara el ataque de risa y finalmente pidiera a un tercero que la ayudara a agarrarme los dos brazos y las piernas. Sé que si hubiesen podido amarrarme a la camilla lo hubieran hecho, por eso, mi mamá se evitó más vergüenzas y le pidió a su hermana, tecnóloga médica, que hiciera el favor de pincharme. Con mi tía por lo menos me calmaba y no miraba. Fue un avance. Lloraba igual, me reía igual, pero el trámite era más corto. Hasta que en 8º o primero medio… bueno, a esas alturas de la vida, se le ocurrió al Ministerio de Salud, vacunarnos contra “algo”[¿sarampión?]. Yo ya había superado la etapa de las vacunas. No podía ser posible que me estuvieran hinchando las hueas [que no tengo] a esa edad. El problema lo tuve con la monja Silvia, directora de mi colegio. Imagínense una cuarentona de genio corto, entrando en período de menopausia y además, con falta de actividad sexual desde hace años. Nivel de paciencia: 0. Tenía que escapar. Esconderme en el baño, hacerme la cimarra interna. Y ahí estaba ella: después de percatarse de que todas las alumnas del colegio entraran a la sala, se instaló en la puerta para que ninguna saliera. Me mareé, y comenzó un ataque de risa-llanto imparable, que irritó más a la casi menopáusica. La cuarentona insoportable me agarró del brazo mientras le decía (entre risa y llanto): hermana espérese un poquito, 5 minutitos más por favor… no alcanzaron a pasar 2 y me agarraron la monja y una profesora, me sentaron en una silla y una aguja grande, muy grande, más grande aún, se enterró en mi bracito.
Lo que viene después es lo crítico. Mi brazo no funciona. Nunca funciona después de que lo pinchan, queda débil como una semana. Sé que es un acto hipocondríaco, pero juro que no funciona.
Gracias a las agujitas mariposas, al terrorífico suero, a las jeringas de vacunas estatales que parecen palillos de tejer y a mi brazo, que no deja ver la vena principal para que succionen sangre las enfermeras en práctica - que pinchan hasta encontrarla, en vez de encontrarla y después pinchar-, me he perdido de Trainspotting y Réquiem por un sueño. No basta con que me pinchen. Verlas me produce un dolor de brazo a nivel estúpido.
Pero lo bueno, es que mucha gente sufre de esta fobia, así que de a poco me he sentido comprendida en medio de este absurdo. Lo comento y me río, mientras oculto otra fobia irracional, que sólo un par de personas saben (sin contar el asco que me producen las arañas).